Era pequeña. Sus padres le habían regalado 2 grandes alas, como marcaba la tradición de la familia al cumplir 5 añitos. Ella de inmediato se las puso ilusionada, aun sabiendo que una vez puestas, ya no se las podría quitar nunca más.
Fue pasando el tiempo pero la pregunta “¿Para qué servirán estas alas?” se repetía cada minuto en su pequeña cabeza. Aunque nunca intentaba nada con ellas, sólo pensaba y pensaba…
La tradición familiar consistía en regalarlas pero con la condición de no explicar, ni enseñar, para qué servían las mismas.
A medida que fue creciendo, el regalo de sus padres ya no era tan especial. Detestaba tener esas protuberancias saliendo de su cuerpo. Las intentaba tapar a toda costa con toda clase de inventos. Se comparaba constantemente con los demás chicos, porque ellos no las tenían, se sentía diferente, quería ser igual que los demás, no soportaba sentirse así.
“¿Para qué servirán estás puñeteras alas? ¡Solo me hacen sentir mal! ¡Las odio!”
Los años fueron pasando. Le gustaba ir siempre al mismo monte a despejar su mente y sentarse en su precipicio favorito. Desde allí podía verlo todo, era el único lugar donde podía desahogarse, quitarse todas esas cosas que se ponía para tapar sus alas y desplegarlas. Pero siempre la misma pregunta con las mismas lágrimas en los ojos: “¿Para qué servirá esto? ¿Por qué a mí? ¿A caso me merezco yo esto?”
Y los años siguieron pasando, se enamoró y tuvo una preciosa hija. Era su quinto cumpleaños, y como la tradición familiar mandaba, debía regalarle unas alas a su pequeña. No sabía qué hacer, pensaba que ese era el peor regalo que a ella le habían hecho nunca. ¡Esas dichosas alas le habían amargado la vida! ¿Para qué le iban a servir a ella?
¿Cómo voy a regalare esto a mi hija?
Finalmente se llevó a su hija a su lugar preferido en aquél monte, y allí sentadas, con lágrimas en los ojos, se las regaló. La niña se las puso de inmediato como ella misma había hecho ya hacía tanto tiempo y recordó en sus ojos la ilusión que ella había tenido en aquél entonces.
De pronto, y sin apenas darle tiempo a reaccionar, se resbaló y se precipitó al vacío, y con ella su corazón encogido en un puño.
Cerró los ojos esperando no despertar en la caída, hasta que un calor suave la abrazó como la mejor manta de plumas que jamás le había resguardado de los inviernos más fríos. Levantó su mirada llena de lágrimas y allí estaba su hija, rodeándola con sus alas.
– ¿Por qué lloras mamá?
– Por nada hija, acabo de recordar que he perdido todo mi tiempo odiando y escondiendo al mundo el mejor regalo que he tenido toda mi vida. Tú me has enseñado a volar.
Las dos desplegaron sus alas y se precipitaron en un vuelo de esperanza y de luz.
Mira allí dónde solo veías oscuridad, porque un día puede que sea tu luz.
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